Autores: José Antonio Aparicio Florido y Antonio Jesús Redondo Ocaña (IERD)
Una de las peores tragedias de la industria química en España sucedió pocos minutos después de las once de la mañana del 26 de mayo de 1985 en el pantalán de la refinería CEPSA situada en el municipio gaditan0 de San Roque. El petrolero de bandera panameña Petragen One estaba realizando tareas de descarga de una mezcla de parafinas altamente inflamable de nombre Virgin Clean Nafta, que se utiliza entre otras cosas para la elaboración de propileno y etileno. Precisamente el propileno había sido la sustancia que transportaba el camión cisterna que el 11 de julio de 1978 estalló en forma de gigantesca esfera de fuego a la altura del camping Los Alfaques, en Tarragona, provocando la muerte de 243 turistas que se encontraban allí veraneando. La causante de la catástrofe fue en esa ocasión una sobrepresión interna del recipiente, cargado con unas 6 toneladas por encima del límite máximo permitido y sin contar con las necesarias válvulas de alivio para estos casos.
El Petragen One tenía un peso muerto de 29.990 toneladas y había sido construido en los astilleros Hanjin Heavy Industries de Busan (Corea del Sur) en 1982, por lo que era un buque que por su aspecto exterior no levantaba sospechas sobre su antigüedad ni estado de conservación. Estaba amarrado en el atraque B del pantalán de la refinería campogibraltareña, teniendo por su costado de estribor a escasos metros de distancia al petrolero Camponavia y a su popa al Camporrubio, ambos propiedad de CEPSA, en los atraques C y A respectivamente. Durante la descarga de las 24.776 toneladas de nafta que transportaba en su interior todo iba aparentemente bien, aunque una hora antes del accidente uno de los trabajadores fallecidos en el siniestro le llegó a comentar por teléfono a su mujer que el barco estaba dando algún que otro problemilla. Ese hombre se llamaba Antonio Beltrán y fue quien en sus últimos instantes con vida se apresuró a cerrar las válvulas que comunicaban las líneas de producto con los tanques de almacenamiento. Tuvo esta intuición justo después de observar unas chispas visibles desde el exterior que fueron las que iniciaron la deflagración y posterior explosión de las entrañas del buque. De no haber actuado así, el balance de la tragedia hubiera sido otro muy diferente.

El estallido
El rugido de la detonación se oyó desde la cercana localidad de La Línea de la Concepción seguido de una crujir de cristales. Esther, la hija del jefe de turno del pantalán, estaba en ese momento en la cocina acompañada de su madre cuando una corriente de aire le movió por detrás la bata. Al asomarse las dos por la ventana observaron una inmensa columna de humo negro como el tizón, acompañada de intensas llamaradas de fuego. Fue entonces cuando comenzaron a oírse las ensordecedoras sirenas de la policía, la guardia civil, los bomberos y las ambulancias, algunas de ellas procedentes de la cercana colonia de Gibraltar, en uno de los mayores actos de solidaridad que se recuerdan en esta comarca. No hizo falta que las avisaran de la fábrica, porque Lourdes, la esposa de José Rey, supo enseguida que su marido había muerto. “Mi madre se apagó en este momento”, recuerda su hija durante la entrevista.
Rey, así llamado por sus compañeros, era de origen gallego, como muchos otros trabajadores de la refinería, y además uno de los que formó parte de la plantilla que inauguró las instalaciones en 1967. Después de haber navegado durante años en el Arapiles y otros petroleros de la empresa, CEPSA le propuso un destino en tierra en su nueva planta petroquímica de San Roque; y él aceptó de buen grado para eludir los implacables riesgos de la mar que tarde o temprano siempre llegan. La idea de residir en Puente Mayorga prácticamente pegado a los muros de la refinería no le hacía demasiada gracia porque, como siempre decía, “bastante porquería trago yo ya”. De ahí que decidieran asentarse en La Línea hasta que, una vez que estuviera jubilado, pudiera volverse a la Ría de Arosa donde había dejado a toda su familia y amigos.
Una intervención heroica
Aquella mañana del 26 de mayo de 1985 no le correspondía trabajar, pero tuvo que cubrir el turno de un compañero que había pedido horas sindicales. En el momento del desastre estaba sentado en la caseta de acceso al pantalán, donde se anotaban los barcos que llegaban y los productos que cargaban o descargaban. Bajo 1.400 ºC de temperatura ambiente los bomberos de La Línea y de la propia refinería se jugaron la vida para acceder al costado del Petragen One y del Camponavia, el primero partido literalmente en dos y el segundo hundido por simpatía e inclinado hacia babor. Las líneas de mangueras de los bomberos del consorcio provincial empleaban racores del modelo Barcelona que no encajaban con las bocas de los hidrantes de la factoría, diseñados con los acoples British y Storz. Había adaptadores, sí, pero no estaban cerca de esos hidrantes. Como elemento auxiliar utilizaron un carro de espuma de baja expansión, pero el fuerte viento en contra no permitía alcanzar los focos ni enfriar las tuberías de trasiego. La escena era desoladora. Por fortuna acudió un remolcador para auxiliar al personal de tierra e intentar hacer lo propio desde el mar, que estaba cubierto de crudo y fueloil. Flotando en esa lámina de hidrocarburos descubrieron el cuerpo sin vida del operario Francisco Ponce, el único que había allí trabajando para una subcontrata. El aire era tóxico e irrespirable.
Alfredo Gutiérrez, un joven voluntario de Cruz Roja que además cumplía el servicio militar en esta institución, estaba de guardia ese día junto al presidente de la asamblea local cuando de pronto se precipitaron los acontecimientos. Sin pensarlo un segundo, Jesús de las Peñas y él se subieron con algunos compañeros a las dos ambulancias de las que disponían y condujeron como una exhalación hacia la factoría. El suegro de Alfredo, novia de Esther, era precisamente José Rey. A la entrada de aquel infierno el fuego cruzaba la plataforma del pantalán de lado a lado, por lo que los bomberos optaron por arrojar agua a chorros sobre ellos para poder traspasar la cortina y descender a una pequeña playa que había a la izquierda. Tenía diecinueve años, y a la primera víctima calcinada que hallaron en la orilla, a la que intentaron subir a la camilla entre él y otro compañero, se les partió en dos. Las zodiacs de Cruz Roja solo pudieron recoger cadáveres y más cadáveres, la mayoría de ellos arrastrados por el mar.

Por la tarde, Esther y un compañero de su padre acudieron a las instalaciones de la fábrica, donde les atendieron, aunque no a todos los familiares les dejaron entrar. En un edificio de La Línea en la que actualmente está la asociación Betania se preparó un improvisado tanatorio a la espera de recibir las instrucciones del forense. En uno de los pasillos por los que deambularon encontró a la derecha una puerta abierta que daba a una amplia habitación, donde sin llegar a entrar se fijó en la presencia de tres cuerpos completamente carbonizados. Sin entender cómo, interpretó que uno de ellos debía ser el de su padre, pero calló y no acertó a decir nada o a reconocer que estaba en lo cierto. De él solo resultaron reconocibles el reloj con su correa metálica, pero sin cristal y sin maquinaria. Si el reloj estaba así, ¿cómo iba a estar su padre? Sin embargo, antes que ella, alguien se adelantó a confundir aquel cadáver con el capitán del Camponavia, también gallego y natural de El Ferrol, adonde lo trasladaron y enterraron con una identidad equivocada. Nueve meses después apareció flotando en las aguas de la bahía de Algeciras el cuerpo del verdadero capitán del Camponavia, Carlos Closa, en un estado de conservación perfectamente identificable que permitió subsanar el error y que obligó a exhumar el de José Rey para devolverlo a su pueblo natal, Villagarcía de Arosa. Pasarían dos décadas en las que Esther dejó de mirar inconscientemente las chimeneas de la refinería, hasta el punto de no recordar el color ni la altura de las llamas que a diario se ven alzarse desde los quemadores.
La importancia del gas inerte
El valor de los equipos de intervención se impuso a los inconvenientes de la falta de medios y de medidas de prevención que años más tarde se dirimirían en el juzgado de primera instancia e instrucción de San Roque. En él, el jefe de máquinas del Camporrubio declararía que no se llegaron a poner en funcionamiento los cañones de agua y espuma del pantalán para proteger su buque durante el siniestro. Pero eso fue lo de menos; lo peor fue la locura de desactivar el sistema de gas inerte del Petragen One, equivalente a un verdadero acto de suicidio. Por diversas razones que entraron en juego ―ahorro de costes o probable contaminación de la nafta―, el petrolero coreano de bandera panameña no llegó a activar el sistema de inertización de los tanques de almacenamiento ni durante la travesía ni durante las labores de descarga, en contra de las rigurosas disposiciones establecidas por el convenio internacional para la seguridad de la vida en el mar (SOLAS).
La inertización mediante la inyección en los espacios vacíos de un gas bajo o nulo en oxígeno aprovechando el escape de la combustión de calderas o mediante quemadores es fundamental para evitar la generación de atmósferas explosivas, que es justo lo que pasó en las bodegas del buque cuando comenzó a descargar la nafta y a descender el nivel de llenado de los tanques. Por qué no se hizo una inspección ocular previa que comprobara el correcto funcionamiento del sistema de gas inerte antes de iniciar el trasvase es la pregunta que quedó sin resolver, aunque quizá se explique en un exceso de confianza sobre una acción inimaginable. Llegado el momento, solo faltaba que la nube volátil que se empezó a formar encontrara la chispa, dentro o fuera, que encendiera la mecha.
Una década catastrófica
La década 1976-1986 fue quizá la más intensa a nivel mundial en cuanto a accidentes provocado por el desarrollo tecnológico incontrolado y carente de regulación. El 10 de julio de 1976 había tenido lugar el desastre de Seveso en el que un reactor químico de la empresa ICMESA, dedicada a la producción de triclorofenol, liberó grandes cantidades de una dioxina letal y en extremo contaminante denominada TCDD tras una parada manual e inadecuada que interrumpió fatalmente una destilación. Unas 37.000 personas resultaron expuestas a la nube tóxica de forma directa y otras 220.000 fueron sometidas a una estrecha vigilancia sanitaria por parte de las autoridades italianas durante los siguientes quince años. Las consecuencias para la población y el medio ambiente fueron de tal magnitud que dieron lugar a la normativa en vigor que establece las medidas de seguridad de la industria química en Europa. En febrero de 1984, el incendio de un derrame de petróleo originado por un oleoducto de Petrobras en el estado brasileño de Cubatao calcinó una colonia de 2.500 favelas, causando la muerte de más de 500 residentes. A finales de ese mismo año, el 19 de noviembre de 1984, una explosión de esferas de gas licuado en la planta de PEMEX de San Juanico (México) provocó un escenario similar al de Cubatao o Los Alfaques, dejando cerca de 600 muertos. Y no pasaron dos semanas cuando una fábrica de isocianato de metilo propiedad de la estadounidense Union Carbide y su filial india en Bhopal dejó escapar al aire 42 toneladas de esta temible sustancia y otros subproductos de descomposición como el cianuro, dejando a su paso una cifra oficial de muertos que se elevó a 11.267. Al año siguiente fue cuando ocurrió en España la explosión del Petragen One y al siguiente, el conocido accidente nuclear de Chernóbil, en la extinta Unión Soviética y durante el gobierno de Mijaíl Gorbachov, que cerraba un fatídico tiempo para la reflexión sobre los peligros globales de la industria química y su efecto boomerang, como bien lo describiría el sociólogo alemán Ulrich Beck.
